“Micah P. Hinson And TheGospel Of Progress” salió a finales de 2004, pero no fue hasta principios de 2005 cuando por aquí (y por casi todos lados) empezó a crecer su bola de nieve. Resultó ser lo que ahora se conoce como un “sleeper”. Allí estaba aquel joven estadounidense de 23 años (nació en febrero de 1981), con un álbum que supuraba melancolía y resignación. El extraño resultado de una evolución musical marcada por las canciones de Neil Diamond y John Denver que escuchaban sus padres, el piano de su abuela, los discos de Ministry y The Cure de su hermano mayor y, finalmente, los de Sonic Youth, Dinosaur Jr. y Nirvana que le gustaban a él cuando llegó a la adolescencia. Se hablaba mucho aquellos días de su biografía, digna de un libro de su admirado Charles Bukowski sobre un rockero desastrado dándose un paseo por el lado salvaje. A veces hasta se hablaba demasiado y la música parecía que iba a remolque, aunque poco a poco fue imponiéndose.
Con su voz de barítono agrietado y aquel grito pelado tan suyo se iba lamiendo las heridas. Se las curaba con folk-rock polvoriento y grandes arreglos, cortesía de la banda transoceánica The Earlies, donde militaban algunos colegas suyos de la texana Abilene, que iban de lo espacioso y austero a lo denso y orquestal. Eran el espejo in crescendo para que Micah y sus letras constatasen que estaban más solos que la una cuando empezaban y acababan las canciones. Entre ambos extremos metían la tensión instrumental.
En su décimo aniversario, el de su publicación y el de su repercusión, que son dos, hablamos ya de un álbum al que se puede etiquetar como “clásico del indie confesional”, la piedra filosofal (o de Rosetta) sobre la que su autor ha levantado su carrera. El tour de ese cumpleaños promete ser de los que hará abrir a muchos el baúl de los recuerdos.
